sábado, marzo 04, 2017

Me compre unos calzones negros de encaje en la desesperación por parecerle sexy, o quizá era el efecto psicológico que los propios calzones tenían en la propia percepción de mi misma. Cuando finalmente me animé a cruzar el país para verle con los calzones y el maquillaje y el pelo, nos habíamos encontrado en el cuarto de alguien que incidentemente tenía literas, en la de abajo lo había acercado a mi en un esfuerzo sobrehumano por construir la situación. Habían habido un par de toqueteos hasta que el hartazgo en su actitud se hizo evidente y simplemente se marchó sin decir nada. Me quedé ahí tumbada como una estúpida en esa cama terriblemente infantil, con el ansia de buscar la electricidad y encontrarme con la desolación de la indiferencia. Formulé el tácito voto de nunca volver a comprar ropa interior para gustarle a un hombre pero como si no hubiera recibido suficiente escarmiento, al día siguiente bajo el pretexto de no darme por vencida nunca, fui a buscarle en la fiesta de rancho a la que habíamos asistido. Estaba esquivo y estúpido, había una mujer que me bailaba provocativamente víctima del alcohol que corría a borbotones esa noche. Ella no me gustaba. Y me gustaba aún menos cuando se había escabullido con él a un rato de sexo casual en su coche. Era como una lección cósmica extraña e irónica, mientras más lo quieras, menos lo vas a tener. Abandoné los tacones, las pesadas arracadas y las uñas largas, no tenían ningún sentido práctico o de comodidad para mi.
Me quedaron los calzones, pero cada vez que me los encontraba, me quedaba el sabor de un proyecto mal acabado, del hijo del que tienes muchas espectativas y termina siendo el borracho del pueblo. 

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