miércoles, mayo 08, 2013


Eran las mañanas en las que me sentía ansiosa. Pensaba que iba a perder mi trabajo, que no se vendía lo suficiente, que la suerte había dejado de sonreirme... Que caprichoso, depender de una cosa como la suerte, sobre todo en mi caso.
Finalmente dejé el café. Descubrí que era el causante de mis pequeños episodios de paranoia. Como un megáfono de todas esas cosas necias que habitan en el fondo de la cabeza. Cosas que no se controlan, y que a veces ni dependen de uno. Como aquella época que le quería posesivamente y me identificaba con todas esas heroínas tristes porque pensaba que él no era del todo mío y que siempre iba a estar muy por delante en cuanto a demostración de afecto. Aprendí que esto suele ser nocivo, así que cada vez que identifico la ansiedad y el miedo y el amor aplastante, simplemente lo mitigo a golpe de gimnasio y veo como mi ansiedad y mi cintura se reducen lentamente.
A veces la paranoia regresa, sin café ni invitación, simplemente se posiciona en el asiento de honor desplegando todo tipo de frases e imágenes angustiantes. Después, años después dicen no deberías preocuparte por el trabajo, esas cosas se pueden perder en cualquier momento y uno no puede hacer nada, podrías perder a tu novio por ejemplo y eso no te angustia. No, no saben todas las horas que he dedicado a lograr que no me angustie.
No sé, siete años son siete años y pienso que ha sido una relación muy larga y sumamente fructificante, he obtenido tanto de ella que no puedo tener otra cosa más allá de gratitud. De todas formas duele mucho, yo esta semana tengo que volver a verlo. Y es ese momento de la vida en el que compartimos una sonora carcajada.

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