lunes, marzo 01, 2010

Uno es muchas personas a veces en un espacio de tiempo demasiado chiquito.

A nosotras nos gustaba el turisteo, y llegaban días vacíos y con irrefrenable ímpetu nos insertábamos en esas dos mujeres de gafas oscuras y flequillo corto y recorríamos cualquier territorio, cualquier experiencia, con las cámaras, los pañuelos y la sorpresa.
A veces ni siquiera eran territorios extraños, a veces turistéabamos sobre nuestra propia tierra, la que conocíamos mejor que la propia mano, pero éramos turistas y los turistas siempre estan curiosos. Y cuando acababan las vacaciones, nos quitábamos todos los accesorios y le llorábamos al primo Pablo o a la Paula o a los atractivos chilangos y regresabamos a quienes solíamos ser el resto del año.

Ultimamente y a ratitos me siento como esa vieja turista dentro de mi propio cuerpo, a veces siento que retrocede el tiempo y se me mete la adolescente triste y me contempla con horror y miedo, como si esta realidad en la que estoy no fuera la mía y me recuerda que soy débil, fea y quebradiza y se pregunta cuántos años han pasado para que ella y yo seamos tan diferentes y le cuento que ahora él me ama y se estira la cara pasmada e incrédula. Es cuestión de tiempo me dice, es cuestión de tiempo.

Lidia me hacía escribirle historias acerca de cómo tendría que ser mi vida para que yo fuera feliz y le narraba una historia de una trotamundos quenoseque y que el pasado y el papá y los defectos y las cosas que a veces pasan accidentalmente pero que te marcan como un afilado cutter. Y me miraba aburrida y me decía que seriamente tendría que dejar de dar explicaciones, porque a veces es demasiado aburrido conocer demasiados detalles de un personaje. Ella y Diana me enseñaron que tanto en la vida como en un buen cuento contemporaneo, siempre es mejor el narrador que no lleva la carga del pesado pasado de sus personajes, esa necesidad de contar donde ha estado y cada minúsculo detalle de quién ha sido.

En el café donde trabajábamos cuando éramos adolescentes teníamos un libro que se titulaba "Sybil" y era de esas biblias adolescentes como Flores en el ático o Cien años de soledad. La protagonista tenía una docena de personalidades múltiples, cada una tenía su trabajo y su vivienda y de repente se despertaba en el lugar de la otra y sentía muchísimo miedo. El libro disque lo había escrito su psicóloga, pero la verdad es que casi que era un panfleto, un panfleto al que adorábamos como solo puede adorar una madre.
Hace unos meses me invitaron a la boda de un compañero de la preparatoria y se me subió nuevamente mi vieja adolescente la que se miraba al espejo demasiado tiempo y nunca sabía que hacer con los ojos o con las cejas o con el pelo.
Llegué a la universidad con un nido de pájaros de peinado y ni recuerdo qué cosa traía puesta, me encontré a Marta y a Roger en el pasillo.
-Hoy te ves rara- decían.
"Es la adolescente", pensaba yo, aunque nunca imaginé que alguien afuera pudiera notar su presencia.
Hay días que tengo que esforzarme realmente fuerte para sacármela del cuerpo.

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